El principio del placer ciertamente mueve al hombre en sus relaciones, mas esto desde el punto de vista psicoafectivo no es lo único y suficiente para establecer relaciones de apego, pues no basta con satisfacer las necesidades del otro, a veces hasta podríamos decir lo contrario: lo que aumenta el apego es el alivio de un sufrimiento y no la satisfacción de un placer. Por lo que para experimentar la felicidad de amar, ¡primero hay que haber sufrido una perdida afectiva! Así la figura que aporta el consuelo adquiere un lugar sobresaliente en la psique del doliente. Un ser vivo que no sufriera ni dolor físico ni pena por la falta de algo no tendría ninguna razón para apegarse a otro.
También es importante hacer notar que cuando no hay nadie que prodigue cuidados porque quien debía hacerlo ha muerto o padece una enfermedad grave o porque existe la creencia de que hay que aislar a los niños para que no se vuelvan caprichosos y malcriados, el pequeño privado de alteridad sólo encuentra, como sustituto, su propio cuerpo. Se balancea, hace girar la cabeza, se chupa el pulgar o se golpea para sentirse un poco vivo. Sobreviviendo como puede, no encuentra la ocasión de salirse de sí mismo para descubrir el mundo de otra persona. Su capacidad para la empatía no puede desarrollarse pues, en semejante contexto, sólo se tiene a sí mismo. Así cuando las representaciones del otro son impensables y la empatía no puede ir más lejos, el sujeto se vuelve autocentrado pues el mundo del otro le resulta inaccesible.
A menudo es el sujeto mismo quien teme descentrarse y, en el vacío de representación del otro, el hombre sin empatía pone sus propias representaciones. La proyección es un proceso psíquico íntimo que se da entre dos organismos. Es una operación por la cual un sujeto expulsa de sí mismo y localiza en el otro cualidades, sentimientos, deseos, etc., que los son propios. Cuando ya no hay diferenciación entre uno mismo y el otro porque no hay otro o porque el sujeto es funcional, tampoco hay lugar para la empatía. La proyección revela un trastorno del desarrollo cuando el sujeto, al no poder representarse el mundo del otro, le atribuye sus propios deseos de amor o de odio, de protección o de persecución.
Cuando se da el caso de que el otro no ofrece seguridad porque también él está en dificultades a causa de una depresión, de una personalidad inquieta o de un trauma que le atemoriza, el pequeño se apega a un objeto perturbador que se transforma así en una base de inseguridad, de manera tal que a su lado se siente mal y lejos de él se siente ansioso.
Referencia
Cyrulnik, B. (2007). De Cuerpo y Alma. Neuronas y Afecto. Barcelona: Gedisa.
Dr. Félix Piñerúa Monasterio
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